Cuando Arturo era todavía un niño, el vino era un premio habitual. Los domingos, si sus padres consideraban que se había portado bien durante la semana, en la comida familiar le añadían un chorrito de tinto a su vaso de agua. Su abuelo, empeñado en que sus nietos aprendieran inglés, había introducido un requisito adicional: a los niños solo se les servía agua, pan y vino si los pedían en inglés. Please a little water, a little bread, a little wine. Como hijo mayor, él tenía el privilegio de servirle a su padre un poco de coñac después de la comida; para mejorar el pulso tuvo que ensayar una tarde entera en la cocina, con una botella de agua y uno de aquellos vasitos de tasca, estrechos y con un culo de dos o tres centímetros de espesor, en los que su padre prefería beber el Centenario Terry.
No hay constancia de su edad la primera vez que entró en un bar con sus amigos y pidió una cunca de vino de Betanzos. Es probable que fuera cuando estaba en quinto de bachillerato, con cualquiera de los compañeros que habían abandonado los estudios el verano anterior y comenzado a trabajar. Ya eran hombres, pensaban, y lo demostraban bebiendo aquel vino tinto, áspero, con restos del azufre con el que se desinfectaba las viñas. El vino blanco era para las chicas, que también bebían, y todavía no se habían acostumbrado al sabor amargo de la cerveza.
Durante aquellos largos veranos del final de bachillerato solía hacer acampada libre con un grupo de compañeros de clase en cuanto pueblo de la comarca celebrara sus fiestas patronales. Bailaban mucho, bebían más de la cuenta e intentaban ligar con las chicas de la aldea, con muy poco éxito.
Tanto sus amigos como él eran admiradores de la generación beat y, especialmente, de Jack Kerouac, cuyo libro En el camino habían convertido en un manual de instrucciones de vida. Intentaban, dentro de las muchas limitaciones de su edad y del país y la época en que se encontraban, acercarse al aspecto físico y la forma de vida que tan bien describía Harlan Ellison, otro de sus escritores de cabecera.
Barba, pelo largo, ropa semiharapienta, viajes en autostop, música underground y, sobre todo, alcohol en grandes cantidades. Abandonaron el vino, cosa de los entrados, los compañeros de estudios que habían optado por una vida más convencional, de novia formal, paseos en familia y planes de futuro. Ellos bebían destilados, sobre todo orujo o aguardiente, de precio más asequible y efectos más rápidos que el coñac o la ginebra. Tardarían todavía un par de años en acercarse a otras drogas más potentes, como la marihuana o el ácido lisérgico.
Épicas fueron las fiestas del Carmen en Cedeira, donde vestido con una camiseta de Raimon bailó muiñeiras hasta caer rendido en la arena de la playa, y la Festa dos Mozos de Campo Lameiro, donde Suso Vaamonde, Fuxan os Ventos y muchos otros tocaron durante toda una noche de exaltación galleguista, vino y sexo entre las xesteiras.
Pero lo que marcó un punto de inflexión en su relación con los destilados fue otra juerga.
Todo comenzó en Ares, un pueblo costero a solo cuatro kilómetros de Mugardos, a mediados de agosto, cuando allí se celebraban las fiestas de san Roque, entonces defensor de los perros y otros animales de compañía y a quien ahora se considera el mejor protector contra las pandemias.
Estaban tan borrachos que no recuerda muchos detalles de lo sucedido. Probablemente, aquella noche, cuando terminó la actuación de Ana Kiro, se fueron a la tienda de campaña con un buen suministro de aguardiente de orujo. Eran otros tiempos y, pese a que en Orense ya se había producido una grave intoxicación colectiva conocida como caso del metílico, no existía el más mínimo control de calidad de estos aguardientes caseros, que solían contener un cierto porcentaje de alcohol metílico, un fuerte tóxico que en dosis excesivas puede producir ceguera e, incluso, la muerte.
Por suerte, la cosa no llegó a tanto, pero cuando a la mañana siguiente consiguió llegar a casa tuvo que permanecer varios días en la cama. Se prometió no volver a consumir aguardiente, juramento que cumplió durante años.
Rompió aquellos votos en León, una noche loca de Jueves Santo, en el curso de la procesión en honor de Genarín. No se debe confundir a este santo leonés, amante del orujo, con otro san Genaro, el patrón de Nápoles, cuya sangre se licúa todos los 19 de septiembre.
Genaro Blanco fue un curtidor más devoto de la mala vida que de la religión oficial. Sus contemporáneos lo recuerdan como una persona buena y divertida, que nunca se negaba a hacer un favor a un amigo ni rechazaba una invitación a un chato en cualquier taberna del barrio Húmedo, donde vivía. Tenía un amplio círculo de relaciones, que se extendía desde los ganaderos y talabarteros con los que trabajaba hasta las numerosas prostitutas de su barrio, de las cuales se comenta que fue cliente tan asiduo como su discreta economía le permitía.
Dice la leyenda que, pese a su copioso consumo de alcohol, nunca se le conoció un Gatillazo, por lo que en León se le considera patrón de quienes sufren cualquier tipo de disfunción eréctil. Se asegura que una oración a san Genarín, que circula en círculos muy restringidos, es muy eficaz para estos males.
Después de una vida larga y feliz, mientras desahogaba su vejiga la medianoche del Jueves Santo de 1929, lo atropelló frente a las murallas romanas el único camión de la basura de la ciudad. Otras versiones poco respetuosas con su memoria indican que no eran aguas menores sino mayores las que estaba evacuando en el momento de su defunción.
A partir del año siguiente se empezó a celebrar una procesión en su honor, organizada al principio por sus contertulios, los llamados Cuatro Evangelistas (el árbitro de fútbol Nicolás Pérez, el taxista y coplero Eulogio, el dentista y poeta Francisco Pérez y el mecenas Luis Rico, quién dilapidó la fortuna familiar en esta aventura). Hoy en día, la tradición convoca a miles de fieles de toda la Península que brindan con orujo mientras acompañan la efigie del santo. Esta procesión, cuya organización corre ahora a cargo de la Cofradía de Nuestro Padre Jenarín, ha sido declarada Bien de Interés Cultural, honor que comparte con la de la Macarena en Sevilla.
Con los años, y gracias a los numerosos milagros que se le atribuyen, el desfile reúne cada vez a más fieles, hasta superar en la actualidad la cifra de quince mil. La procesión fue prohibida en 1957 y no se reanudó oficialmente hasta la llegada de la democracia, si bien según la prensa local se siguió celebrando durante los años oscuros, aunque envuelta en una discreta semiclandestinidad.
En 1975, cuando él asistió por primera vez, esta ocultación era ya puramente formal. Al parecer, el principal motivo (inconfeso) de la prohibición era el éxito de la procesión profana, a la que concurrían más fieles que a la simultánea del Cristo de las Bienaventuranzas.
Para intentar seducir a una chica de Arizona, llegada a Madrid para mejorar su español y enamorada, como él, de los comics de Richard Crumb, le propuso viajar juntos a León, aprovechando las vacaciones de Semana Santa.
Llegaron a León muertos de frío y empapados, de madrugada, a bordo de una Vespa 160 que había comprado con su primer sueldo. Al ver su lastimoso aspecto, la patrona de la pensión no insistió demasiado en que le enseñaran el Libro de Familia, obligatorio entonces para toda pareja heterosexual que quisiera compartir una habitación.
Todo habría ido bien si en la misma pensión no se hubiera alojado otro norteamericano, de quien la arizoniana se prendó inmediatamente; hasta tal punto, que al día siguiente se mudó a la habitación de su paisano.
Desolado, salió a la noche leonesa a buscar cualquier tipo de olvido. Por suerte o por desgracia, se topó con la procesión de Genarín, donde conoció a una estanquera vallisoletana que, entre brindis y brindis al santo, le prometió un amor eterno que duró, exactamente, hasta el domingo de Pascua, cuando la acercó con su moto a Valladolid. A la de Arizona no la volvió a ver.
Entre los milagros que se atribuyen a Genarín destaca el de la Cultural Leonesa, principal equipo de fútbol de la provincia. Antes de un partido decisivo, los cuatro evangelistas regaron el campo con orujo y encomendaron el encuentro a Genarín. Al día siguiente, la Cultural ganó por un autogol del portero rival.
En las pocas ocasiones en que nuestro protagonista volvió a asistir a la procesión fue testigo del relativo orden y sosiego con los que transcurre, solo alterado al final, cuando algunos fieles, demasiado cargados de orujo, se niegan a dispersarse hasta el año siguiente. Por suerte, la atenta vigilancia de los cofrades más antiguos consigue que los incidentes no pasen a mayores y los asistentes se retiren para celebrar distintas cenas de hermandad, en las que se invoca con frecuencia a Genarín con las palabras: “Y siguiendo tus costumbres que nunca fueron un lujo, bebamos en tu memoria una copina de orujo”.
Tampoco se mantiene ya tan álgido el enfrentamiento entre los fieles del Cristo de las Bienaventuranzas y los de Genarín, hasta el punto de que son muchas las personas que en la noche de Jueves Santo participan en ambas procesiones.
Ahora, cuando los achaques le impiden disfrutar de los destilados como él querría, aún mantiene un último reducto de dignidad: la copita de orujo con la que cada Jueves Santo brinda a la salud de Genarín.
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Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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